junio 06, 2007

BELLEZA PURA



“Somos como pequeños planetas fuera de órbita.

En colisión con otras realidades igualmente conflictivas.

Sin embargo, hemos nacido para la plenitud, no para la insuficiencia.

Somos originalmente participantes de una danza cósmica ilimitada.

Pero no nos han educado para tal celebración.”

(Miguel Grinberg)


En la existencia todo es un gran acto de sincronía. Desde el más imperceptible microorganismo, hasta la más remota galaxia, todo interactúa de la manera más sutil, y a la vez inexorable. Se trata, por cierto, de una ceremonia discreta que se realimenta sin cesar en el Universo, donde en verdad no hay orden ni desorden: todo fluye, confluye, influye y se destruye para dar paso a nuevas armonías e inéditas cruzas. En toda obra musical, los silencios y la disonancias son tan fundamentales como los sonidos compatibles entre sí. Esta es la danza de la vida, y del mundo.

Un ser humano es como un instrumento. Y el universo es una sinfonía. Nos cuesta mucho afinar nuestra presencia en el plano cotidiano. Recorremos a menudo los años tropezando sin cesar con nuestra torpeza y con lo que llamamos la indiferencia de “los otros”, simultáneamente atrapados en sus propios laberintos. Cuando algo se descompone en una sociedad, es porque algo se descompuso previamente en los individuos que la constituyen. Cuando algo se desbarata en la naturaleza, ello ocurre porque una o varias sociedades han perdido el sentido de la unidad de todas las cosas.

No cabe duda: existir afinadamente (ecológicamente) resulta difícil. Nacemos en sociedades conflictivas, agobiadas por espejismos y quimeras, laceradas por su incapacidad de coexistencia pacífica con sus miembros y con su entorno. Echarle al prójimo la culpa de nuestros fracasos no los convierte en éxitos. Por eso, si queremos ser armónicos y plenos, tenemos que librarnos de todo el ruido mental que nos distorsiona. Lavamos periódicamente nuestro cuerpo, pero mantenemos el alma en condiciones antihigiénicas. Esto sólo se supera a través de la introspección silenciosa, el abandono de las rutinas predatorias, el refinamiento de las costumbres convivenciales (con los demás y con el medio ambiente) y el diseño de circunstancias a la medida de lo que el ser humano genuinamente es y necesita para evolucionar.

Una sociedad cooperativa, no jerárquica, en armonía con la naturaleza (donde unos no logren sus metas privando a otros de sus derechos y donde predomine la igualdad de oportunidades) es absolutamente posible. En todas partes, múltiples movimientos ecologistas -algunos de ellos más coherentemente que otros- trabajan silenciosamente a fin de avanzar en tal dirección. No crean alboroto en barricadas ni agitan manifiestos condenando a quienes no piensan de la misma manera. No sólo diseñan nuevos puntos de partida sino que comienzan a encarnarlos. Sostienen que “comprender” es acompañar en la acción, cuando es preciso y necesario apoyan candidatos en elecciones municipales, educan a sus niños en los parámetros de la Sociedad Ecológica, y se abstienen de reproducir las gimnasias autoritarias de esta época malsana.

No se cristalizan apenas en las dos “E” que ocupan a gran parte de los ambientalistas actuales: la Ecología y la Economía. Asumen las otras cinco “E” que codinamizan todos los procesos culturales transformacionales: Ética, Estética, Espíritu, Existencia y Evolución.

El siglo XXI se configurará, tarde o temprano, en base a una coherente intercomplementariedad de tales campos de la acción humana en el planeta Tierra. La omisión de cualquiera de ellos prolongará sin remedio algunas de las disparidades que aquí y ahora malogran los vínculos entre las personas, entre los países y entre la humanidad y la naturaleza. Hay mucha obra pendiente por delante, y cada cual tiene que darle una oportunidad al ecologista que anida en su ser.


Extraído de “Ecología cotidiana - Cómo transformar nuestra miopía depredadora en un acto de reverencia por la vida”, Miguel Grinberg. Ed. Planeta, Buenos Aires.