mayo 06, 2008

La plenitud y el miedo a vivir


Por Miguel Grinberg

Una inquietud creciente se anida en muchos hombres y mujeres que día a día se esmeran en trabajar, estudiar, criar a sus hijos y esquivar múltiples escollos que se les presentan paso a paso en sociedades trastornadas por convulsiones estructurales de primera magnitud. Tratan de no caer en el desánimo, pero sin cesar advierten que la realidad cotidiana parece ser una caravana de descomposición y conflicto. Las páginas de los diarios y los titulares de los noticieros de televisión los bombardean sin cesar con datos patéticos referidos a la condición inhumana de esta época donde la situación predominante es un festival permanente de violencia y vulgaridad. No hace falta demasiada imaginación para rotular lo circundante, y el término más ajustado que aparece es: decadencia.

Decaen las ciudades, los transportes públicos, el lenguaje general, la enseñanza, el discurso político, el aire que se respira, la conducta callejera, la publicidad, el clima hogareño, el comportamiento de los jóvenes, los espectáculos deportivos, el sabor de los alimentos, la racionalidad en las rutas, el entorno natural, y mucho más. El cretinismo rampante de los Simpsons ha pasado a convertirse en una constante general de la TV para la cual casi todo consiste en resaltar lo más mediocre, procaz y estéril de un tiempo donde parece no haber límites para la infelicidad colectiva disfrazada de carcajada histérica.

¿Es acaso lo único que sucede? De ninguna manera. Imperceptiblemente, en otra latitud de la maratón diaria, hay otras personas abocadas a no desanimarse y a mantener encendida la llama del anhelo superador, trascendente. Saben que una enorme porción de lo que los circunda está condenado a la extinción y que vivimos tiempos de agonía y resurrección simultáneas. El interrogante de fondo, como sostuvo Brian Swimme en su libro El corazón secreto del cosmos, es concreto e inequívoco: ¿Qué significa ser humanos en el planeta Tierra?

Significa ser partícipes de un proceso evolutivo que está por encima de las diferencias raciales, económicas e ideológicas, y que se nutre de matices espirituales y metafísicos que no son patrimonio de un grupo sino una dádiva del universo. El drama de estos tiempos es que para poder soportar andanadas de agresión e infamia, mucha gente se reviste de un blindaje que por un lado los protege pero que por otro condiciona su capacidad de expresión y de recepción de estímulos externos.

Así, un creciente autismo se apodera de esas almas y las confina en latitudes abstractas del ser y el estar, distorsionando los impulsos del sentir, el conocer y el descubrir. Las necesidades reales (entre ellas, autoestima, amor familiar, identidad con el entorno, intensidad vital, apego y altruísmo, amistad, identidad planetaria, pertenencia, introspección, socialización, educación, observación, entendimiento, auto-conocimiento, capacitación, información , convivencia, saber, asombro, flexibilidad, libertad, autonomía laboral, participación en las decisiones del hábitat, desarrollo solidario, realización vocacional, recreación, contemplación, meditación, etc.) se desencuentran con sus satisfactores respectivos. El “miedo a vivir” (que se ha vuelto sinónimo del miedo a “sufrir”) induce todo tipo de rituales distorsivos y finalmente absurdos. A menudo, trágicos.

¿Qué significa ser humanos en el planeta Tierra? Pues explorar la infinita sabiduría que impregna el universo, fuera de la patética fiebre mecanicista que viene convirtiéndose en un cáncer de la sensibilidad y el don de celebración. En el descubrimiento de potenciales de vida todavía no explorados reside el sendero de liberación que tanto anhelan muchos individuos en esta época traumática. Es posible profundizar la comprensión del hecho de estar vivos y de trascender el ritual de las corazas aislantes. No estamos condenados al colapso. Cada tanto, de las grietas del asfalto urbano, surge una hoja de hierba que recrea el latido cósmico. Allí está la clave del secreto que rige la vida irrefrenable.