ECOLOGIA SUPREMA
Por Miguel Grinberg
Por Miguel Grinberg
Nacemos colmados de semillas del Edén. Cada niño que “viene al mundo” es portador de una chispa divina que, convenientemente estimulada, puede convertirse en un recurso supremo. No para someter el orden de los elementos sino para intensificar y fructificar la misión evolutiva de la especie humana en el planeta Tierra. Donde durante siglos de configuración materialista (inevitable como marco de referencia durante un extenso período histórico) se priorizaron las luchas por el poder (guerras) y la conquista mercantil (imperialismos varios) a expensas de los pueblos y la Naturaleza. Ahora, en un nuevo siglo, lo antaño desdeñado (la emoción y la espiritualidad) en aras de la abstracción mecanicista, se vuelve prioritario para el próximo capitulo de nuestra presencia en este lugar del cosmos infinito. A los partidarios de la lectura ideológica o bursátil de la realidad, todo esto les podrá parecer una frivolidad burguesa. Pero para una cantidad creciente de individuos, esta percepción bulle en sus almas y modula mensajes de celebración plena, prioritaria.
Hay muchas maneras de concebir la Ecología, que es la rama de la biología que estudia los nexos de los seres vivos con su entorno y sobre ello abundan los abordajes temáticos en el mundo científico. Durante el siglo XX aparecieron otras eco-dinámicas, entre otras: el ambientalismo (como denuncia de aberraciones y depredaciones varias), la ecología social (como diseño de alternativas “verdes” y la ecología política (orientada a la creación de Partidos Verdes).
El poeta Fernando Pessoa sostenía que en cada uno de nosotros hay dos seres; el primordial, el verdadero, es el de sus ilusiones, de sus sueños, que nace en la infancia y prosigue toda la vida; el secundario, el falso, es el de sus apariencias, sus discursos y sus actos. La ecología suprema se aboca a tratar de desentrañar qué significa existir como una criatura humana en este vasto universo en desarrollo, donde bulle una profunda sabiduría. No debemos dejarnos aprisionar por los falsos oropeles del mecanicismo consumista y tenemos que estimularnos mutuamente, convivencialmente, para descubrir la belleza y la solidaridad de un todo interdependiente, entrelazado profundamente. Lo cual reclama una educación integral que hoy va ganando espacios en muchos lugares, sin buscar notoriedad en una sociedad agónica. Es preciso que aprendamos a conectarnos de nuevo de modo tripartito: con lo más profundo de nosotros mismos, con todo lo viviente y con el universo. Esa será la epopeya profunda de las generaciones venideras y nos toca abonar el terreno para su intensificación.
Varios historiadores holísticos (integrales) afirman que esta epopeya ecológica se despliega en cuatro planos: 1) una necesaria descentralización de las grandes ciudades (enfocada en la autonomía energética y la autosuficiencia alimentaría); 2) la miniaturización de la tecnología (para hacer más con menos); 3) la interiorización de la consciencia (para el desarrollo intenso de nuestros dones latentes); y la planetización de la humanidad (como construcción de una fraternidad supranacional ajena a la locura totalista de la “globalización” neo-imperial).
El llamado progreso, depredador de la Naturaleza, nos aisló de las intuiciones y las tradiciones profundas. Perdimos la visión de nuestro ser como parte viva y fundamental de una comunidad y del cosmos. Nos convertimos entonces en “extranjeros” en nuestro propio hábitat. Pero ahora, el convite del Infinito es: volar en la luz y saborear el néctar.